Las lentes de Leeuwenhoek y sus animálculos: lo real de la ciencia
Referencia presentada en el Seminario del Campo Freudiano de Barcelona el 14 de enero de 2023, impartido de Vilma Coccoz
Llevar la mirada más allá de lo posible a simple vista condujo a un comerciante de telas a pulir el vidrio de manera excepcional. En esta ventana, Leeuwenhoek descubrió sus animálculos en el semen, los espermatozoides. La brújula de la sexualidad se orientará, en el discurso de la ciencia, por la fusión de los gametos. Lacan advierte que no hay sexualidad en el microscopio.
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Las lentes de Leeuwenhoek
“Mi trabajo, que he hecho durante mucho tiempo, no se prosiguió para obtener los elogios que ahora disfruto, sino principalmente por un anhelo de conocimiento que noto que reside en mí más que en la mayoría de los otros hombres.” Leeuwenhoek, carta del 12 de junio de 17161.
Hasta el siglo XVII el mundo animal y vegetal que nos rodea estaba en relación con todo aquello que el ojo podía alcanzar a ver, es decir, lo visible a simple vista. Sin embargo, había un mundo repleto de vida, cientos de organizaciones opacas para la mirada humana que sólo un genio con grandes dosis de curiosidad empírica podía iluminar.
Antoine van Leeuwenhoek nació en Delft (Países Bajos) en 1632, en el seno de una familia de comerciantes. El padre, dedicado al negocio de cestas, murió cuando él tenía seis años. La madre se volvió a casar y a los dieciséis años lo envió a Amsterdam a aprender el oficio de comerciante de telas. Tras regresar a su ciudad natal, a los veintidós años, se casó con Bárbara de Mey, pareja con la que tuvo cinco hijos de los cuales sólo su hija María sobrevivió, manteniéndose soltera y acompañando a su padre hasta sus últimos días de vida. La elevada mortalidad de la época truncó también la vida de su primera esposa y a los treinta y nueve años el comerciante contrajo segundas nupcias con Cornelia Swalmius, un año después de realizar un viaje a Londres donde puede que hubiese conocido la obra de Robert Hooke: Micrographia. Profesionalmente, Leeuwenhoek continuó con el negocio de telas y obtuvo un lugar reconocido en la sociedad de su época.
Esta era la parte de su vida visible para el mundo, pero en la oscuridad de la noche Leeuwenhoek encendía las luces del mundo microscópico para la historia. Habiendo desarrollado de una forma magistral el tratamiento del vidrio, llegó a hacer lentes que permitían más de doscientos cincuenta aumentos -en ese momento sólo se conocían lentes de treinta aumentos-, arte que mantuvo en secreto y se llevó a la tumba, no siendo hasta bien entrado el siglo XIX cuando se volvieron a desarrollar cristales con esa capacidad de ampliación.
La curiosidad empírica de Leeuwenhoek le llevó a poner sus lentes sobre aquello que le rodeaba, y la sorpresa de sus descubrimientos no hacía más que alimentar el deseo de saber que lo encumbraría, con el paso de los siglos, a ser considerado el padre de la Microbiología. Podemos imaginar al genio preguntándose ¿qué hay en el agua del río que se enturbia en los días de verano?; ¿y en la sangre roja que emana de las heridas?; ¿de qué está formado el sarro de la boca? Ante estos y otros interrogantes, la mirada de Leeuwenhoek atravesaba la lente como quien se asoma a la mirilla de una puerta deseando saber qué hay al otro lado. Ese primer microscopio lo formaba una lente biconvexa incrustada en una placa de latón y una especie de cabeza de alfiler que portaba las muestras de agua, sangre, restos bucales y todo aquello que le interrogaba. Noche a noche, investigaba con empeño y transcribía con transparencia y precisión lo que veía, narrando y dibujando sus hallazgos. De su pluma brotaron los protozoos del agua verde de los ríos, las levaduras del pan podrido, los glóbulos rojos de la sangre, algunas bacterias de la boca, entre otros grandes descubrimientos.
En 1673, a la edad de cuarenta y un años, escribió una carta a la Royal Society of London comunicando sus hallazgos, carta que fue publicada en la prestigiosa revista Philosophical Transactions. Extraordinariamente, ésta sería la primera de las más de doscientas correspondencias que intercambió con el grupo de prestigiosos filósofos y que, debido al interesantísimo valor científico de sus aciertos, le permitirían ser nombrado miembro de la Royal Society, lugar reservado para prestigiosos científicos o filósofos.
Animálculos en el semen
“Tengo claro que hay universidades enteras que no creen que haya animalitos en el semen: pero esas cosas no me importan, porque yo sé que estoy en lo correcto”2.
En noviembre de 1677, Leeuwenhoek selló una carta a la Royal Society of London informando de la presencia de animálculos en el semen. Investigador incansable, ensayó con su propio semen detrás de la lente y observó lo que describió como “pequeñas serpientes que se podían contar por miles”3. Estos animálculos meneaban la cola y podrían contener, según la hipótesis de Leeuwenhoek, un “hombrecito”4 dentro. Con el descubrimiento del espermatozoide el genio de Delft contribuyó a poner luz en el mundo microscópico que, con los siglos, implicaría cambios en la mirada de la ciencia y la reproducción de los cuerpos sexuados.
Desde la antigüedad, se había sostenido la idea formulada por Aristóteles de un origen espontáneo de la vida a partir de materia orgánica e inorgánica, de energías, de dioses… Diferentes voces comenzaban a ser críticas con esta teoría que, como dice Lacan en El Seminario 19, …O peor, hacía pensar que lo sexual estaba en todas partes, “estábamos constreñidos a pensar que el sexo estaba por todos lados”5, tomando como ejemplo la creencia de que los buitres hembras hacían el amor con el viento, pues no se les había visto aparearse. Estas teorías preformacionistas evolucionaron de dos modos. Por una parte, suponiendo que la supremacía acerca del origen de la vida estaba del lado de la mujer, que se creía tenía el huevo en su interior, y los vapores del semen del hombre estimulaban la matriz para la implantación. Y en contraposición, la revelación de Leeuwenhoek contribuyó a hacer del gameto masculino el portador de una versión minúscula y preformada del nuevo ser, un homúnculo, que solo precisaba del terreno adecuado para poder implantarse y desarrollarse en la matriz de una mujer, que actuaba a modo de incubadora.
No fue hasta la mitad del siglo XIX, continuando la senda abierta por Leeuwenhoek, que Pasteur postuló la ley de la biogénesis, demostrando que todo ser vivo procede de otro ser vivo, siendo imprescindible en el caso del ser humano la fusión de los gametos masculino y femenino. El espermatozoide, para poder fecundar al ovocito, debe hiperactivarse -lo que se denomina reacción acrosómica-, penetrar el gameto femenino y poner en marcha mecanismos intracelulares que eviten la polipenetración de otros espermatozoides. Una vez en el interior, los genomas se reconocerán y se fusionarán, y comenzará el desarrollo del nuevo ser.
A partir de esta reacción biológica entre dos células, el óvulo y el espermatozoide, se construye una metáfora que traslada el descubrimiento de la reproducción sexuada de los cuerpos, a la ilusión de la complementariedad y de la posibilidad de la relación sexual entre un hombre y una mujer. Incluso el origen epistemológico de la palabra gameto da cuenta de ello: gameto deriva del griego gameté (esposa) o gametés (marido), según la RAE. Podríamos nombrar los innumerables cuentos y fábulas de la literatura, así como producciones del séptimo arte, que convierten en una relación amorosa el encuentro entre un espermatozoide y un óvulo con el ansiado final feliz: de su fusión nacerá un embrión.
Lo real de la ciencia
Entonces ¿es la reproducción lo mismo que la sexualidad?, ¿o es el fin de la sexualidad?, ¿es que un óvulo dice algo de lo que quiere una mujer?, ¿o es el espermatozoide el representante del hombre?
Lacan ya nos advierte en el primer seminario “nada de sexualidad en el microscopio, ni con microscopio ni con catalejos”6. En el siglo XXI podemos afirmar que no es el acto de la reproducción la finalidad del sexo, que el óvulo no dice nada de lo que quiere una mujer, que el espermatozoide no es el representante del hombre, que no estamos en la época victoriana; la fábula ya cambió. La reproducción no es la sexualidad. Un óvulo y un espermatozoide tienen un código de reacciones que les permite llevar a cabo lo que diríamos la relación sexual entre ellos. El discurso que promulgan las creencias religiosas más ortodoxas, y defienden los sectores de la sociedad más conservadores, lucha por restituir la copulación como la brújula en la relación sexual posible entre los sexos. En el discurso psicoanalítico la sexualidad corresponde al lenguaje, a las identificaciones y, lo que suple a la relación sexual que no hay, son los diversos modos de discurso.
Entonces, la reproducción tendría que ver con la biología, sería lo biológico de la relación sexual. Lacan lo dice en El Seminario 18 “La reproducción (…) permite situar en cierto nivel llamado biológico lo que atañe a la relación sexual, por compleja que sea”7. La biología, tal que ciencia, intenta determinar lo real, no sólo como un acceso sino transformándolo, gracias a la tecnología. Así, ya no existe más el cuento de hadas, el romance entre el óvulo y el espermatozoide; ahora son innumerables los modos en que se pueden producir embriones desde la primera FIV lograda en 1978, seis años después de que Lacan dictara El Seminario 19, pasando por la clonación de la oveja Dolly en 1996, hasta la clonación del primer espermatozoide en 2010. El desarrollo de la embriología, la genética y la tecnología llevó en 2007 a un equipo de científicos de la Universidad de Newcastle, en el Reino Unido, a presentar una propuesta a un comité de ética para extraer células madre de la médula ósea de una mujer y generar, a partir de ellas, espermatozoides. Es decir, la fusión de un óvulo y un espermatozoide “femenino”. Está por ver la clonación del primer ser humano, punto de inflexión custodiado por los comités de ética.
La caballería científica prosigue su carrera incansable con la ilusión de encontrar el objeto que pueda satisfacer y taponar el malestar inherente a la falla del lenguaje. En la fusión de la ciencia y el discurso capitalista no se consigue calmar el goce, sino alimentar su búsqueda. Lacan advierte que los nuevos cambios en la manera de vida y en la reproducción no son epopeyas para celebrar, sino el empuje de la pulsión de muerte irrefrenable e ilimitada en nombre de la ciencia. El pesimismo está servido, pero sin nostalgia; es inevitable.
Para concluir, tomo una cita del texto El Futuro del Mycoplasma Laboratorium de 2007 de Jacques Alain Miller: “(…) formas inéditas de reproducción del viviente aparecerán. No obstante, podemos estar seguros que, concerniendo a la especie humana, permanecerá imposible escribir en el código genético la proporción sexual que no hay”8.
1. Howards, S S. “Antoine van Leeuwenhoek and the discovery of sperm”. Royal Society B, 1997. Vol 1 Nº 67, pp. 16-17.
2. Dobell, C. Antony van Leeuwenhoek and his Little Animal. Dover publications, Inc. New York. 1932.
3. Howards, S S. “Antoine van Leeuwenhoek and the discovery of sperm”, op. cit.
4. Ibíd.
5. Lacan, Jacques. El Seminario, libro 19, …O peor. Paidós, Buenos Aires, 2014, p. 154.
6. Lacan, Jacques. El Seminario, libro 1, Los escritos técnicos de Freud. Paidós, Buenos Aires, 2015.
7. Lacan, Jacques. El Seminario, libro 18, De un discurso que no fuera del semblante. Paidós, Buenos Aires, 2014, p 61.
8. Miller, Jacques-Alain. “El futuro del Mycoplasma Laboratorium”. Disponible en: https://elp.org.es/el_futuro_del_mycoplasma_laboratorium_ja/
Las lentes de Leeuwenhoek y sus animálculos: lo real de la ciencia
NODVS LXVI, març de 2023