The final fix o el colocón final.

Sobre la novela “Yonqui” de William S. Burroughs [1] 

El siguiente texto fue presentado a modo de conferencia-conversación en el 1er Ciclo sobre el Objeto-Droga en la Cultura. Escrituras Adictivas, propuesta de cinco sesiones monográficas sobre cinco títulos de la literatura, en la que la primera sesión fue precisamente esta, el viernes 17 de febrero.  

  • Publicado en NODVS XLIX, juny de 2017

Resum

Yonqui está considerada como una de las mejores novelas sobre las derivas de al menos un sujeto, en relación al objeto-droga. Hemos hecho una lectura transversal de la novela, para ayudarnos a pensar varias cuestiones. Una de ellas, la función del objeto-droga para este sujeto. La segunda, la función de la escritura en relación a la adicción para el autor, ya que este nos habla de ello. La tercera, los vínculos, anudamientos, y desgarros entre los sujetos contemporáneos, las ciudades y los objetos de consumo.

Paraules clau

Yonqui, Junk, Burroughs, Objeto-Droga, Heroína, Escritura, Arreglo. 

Introducción.

El título aquí elegido, es producto de la corriente. Del seguimiento de la seguidilla (valga la redundancia) de los significantes, o eso que Burroughs entiende como virus, las palabras, hasta el final de su novela iniciática, su novela generadora de un cierto discurso, aglutinadora de un movimiento, a pesar del propio autor. Yonqui es sino la primera, al menos una de las primeras novelas de la Beat Generation. Esta afirmación pondría molesto a William S.

Volviendo en esta introducción a la cuestión del título, hemos sin embargo de señalar, que la cuestión del colocón final, del alcanzar un arreglo definitivo es más bien una idea que aparece en el desenlace, y que sin embargo, lo que encontramos en el cuerpo de la novela, como en otras obras sobre la relación de un sujeto particular con un objeto-droga, es más bien la construcción del primer encuentro, de la famosa “primera vez”, y justamente es algo de interés para la clínica, ya que es en ese punto en que muchas veces encontramos a aquellos analizantes que presentan una cierta relación adictiva con un objeto-droga, o usuarios de los dispositivos de atención a las toxicomanías en lo público, etc… En esa especie de añoranza, o relación traumática, o luna de miel, o encuentro imposible de recuperar, incluso de gran amnesia, dependiendo de la posición de cada uno.

A continuación presentaré algunas líneas de lo que fue la presentación de este libro que hicimos en un espacio abierto a la ciudad, para abrir el ciclo de Escrituras Adictivas”, líneas que más adelante tomarán la forma de una publicación conjunta que vierta el depurado de este trabajo, aquí, en un formato más ‘rough’, más crudo, más de apuntes, tal como pienso que puede servir el soporte virtual.

En aquel momento de la presentación eché mano de otro texto, de un fragmento de la novela ‘La muerte del padre’ de Karl Ove Knausgård, ya que en ese fragmento, frente a la temática por un lado de la “primera vez”, y por el otro lado de la “última vez” o el “colocón final”, en ella el escritor noruego lleva la cuestión de la “intoxicación” a un nivel muy –quizá demasiado- cotidiano, es decir, al punto de estar enganchados al aire. Claro, que eso lo puede pensar con el trasfondo de una experiencia vital específica.

“El aire se había enfriado un poco, y como tenía la piel tan caliente tras el trabajo, me fijé en él, en cómo me envolvía apretándose contra la piel, entrando a chorros en mi boca cuando la abría. Cómo envolvía a los árboles delante de mí, las casas, los coches, las pendientes de las montañas. Cómo esas constantes avalanchas en el cielo que no podíamos ver se acercaban velozmente a un lugar al caer la temperatura, cómo se nos venía encima como inmensos oleajes, siempre en movimiento, cayendo lentamente, girando rápidamente en remolinos, entrando y saliendo de todos esos pulmones, golpeándose contra todas esas paredes, siempre invisibles, siempre presentes.

Pero mi padre ya no respiraba. Eso era lo que le había pasado, se había roto su relación con el aire, ahora sólo lo presionaba como a cualquier cosa, un tronco, un bidón de gasolina, un sofá. Él ya no se metía en el aire, porque eso es lo que uno hace al respirar, uno se vuelve a enganchar, una y otra vez se engancha uno al mundo”2.

 

Burroughs el adicto o el artista.

El escritor de ‘Yonqui’ trabajó en su obra con una idea que le comandaba, y que tiene una doble vertiente: La adicción a la droga es un proceso alérgico, por un lado, y ‘las palabras son un virus’, por el otro, dejándonos, no del todo en el mismo plano, pero sí con una cierta proximidad a ambos procesos envueltos de una atmósfera común, que nos permitiría leer de hecho la novela, desde la perspectiva de que a veces, objeto-droga y el caudal de palabras, se encuentran en el mismo registro.  

Para empezar quisiera  hacer otra pequeña desviación hacia el texto que fue objeto del comentario hecho por José Manuel Álvarez el 31 de marzo del 2017 en nuestro ciclo, cuya elaboración saldrá también publicado en Nodvs. El maravilloso glosario de términos construido por Ann Marlowe, y titulado: “¿Cómo detener el tiempo?” Allí ella se refiere a “Yonqui” de William Burroughs, de la siguiente manera:  

 “Se han escrito bastantes novelas post-beat sobre la vida del yonqui y el tráfico de drogas, pero todas ellas son insatisfactorias: Jaco, The Lotus Crew, Meditations in green, The last bongo sunset… Ninguna se puede comparar con la obra de Burroughs, ni con El libro de Caín, la injustamente desconocida novela de Alexander Trocchi publicada en 1960. Prácticamente la única que me gusta es Dog Soldiers, de Robert Stone, mucho más por sus escenas del Vietnam y la solera de su atmósfera contracultural que por los pasajes dedicados al consumo de heroína. Puede que el problema de la ficción narrativa dedicada a la heroína sea que la aureola de la droga es tan fuerte que lleva al autor a descuidar atractivos convencionales como el suspense, el desarrollo de los personajes y un diálogo convincente. Olvida que los lectores que no consuman la droga no aceptarán detalladas descripciones de la gloria del colocón a cambio de que se les prive de esos otros aspectos.

» A un nivel más profundo, la heroína es más fuerte que la imaginación; establece su propia realidad. La droga es la antificción. Una novela sobre heroína queda lastrada por la inherente uniformidad de las experiencias de cada consumidor con la droga, cosa que no ocurre con una novela sobre la venganza o el amor; esas experiencias son universales, pero no idénticas. Pocos escritores son lo bastante hábiles como para superar ese obstáculo. La heroína exige obras que no sean de ficción: memorias, hechos verídicos. Pero, incluso en este caso, el truco consiste en ser más listo que la droga; en introducir algo que la droga no introducirá: la sorpresa”3.   

Quisiera entonces ya aquí dejar señalados varios aspectos que podemos utilizar para atravesar una cierta lectura del libro de Burroughs. Ese objeto que aquí Ann Marlowe refiere como heroína, que Burroughs ha llamado Junk, y que se ha traducido al castellano en la novela como “droga” se presenta de alguna manera como antagónico del amor o la tragedia, de la sorpresa o la imaginación.

Veremos cómo en el relato de Burroughs la cuestión del encuentro sexual queda supeditado a los momentos de abstinencia, la mención a su mujer es casi enigmática y genera esa sorpresa de la que habla Marlowe. Podríamos resaltar incluso como se puede dibujar un arco de eso que llama aquí Marlowe la imaginación, o la ensoñación, ubicándolo en los momentos iniciales del consumo, y sobre el final, cuando el personaje principal de la historia Bill, intenta en varias ocasiones desintoxicarse.

Intentaré hacer hincapié en Bill o William Lee, referirme al personaje de la novela, y no deslizarme a tomar sus itinerarios, sus experiencias, sus pensamientos como formando parte de Burroughs, pero si eso ocurriera ya anticipadamente pido disculpas.

La cuestión de lo autobiográfico de la novela es ya sabida. Sin embargo existe una cierta tensión para el propio escritor entre lo vivido y lo escrito, una tensión que introduce para él una cierta ficcionalización. Por ello no gratuitamente cercena, autocensura o toma la decisión de retirar ciertos pasajes en los que desde la voz de Bill aparecen reflexiones demasiado alejadas de la vida de la calle, del tugurio, de la simpleza de los personajes con los que quiere transmitir una cierta atmósfera.  

De todas maneras podemos decir ya aquí que en ese sentido fracasa. Si algo da vida al relato mortífero y repetitivo de un cierto circuito de consumo de un objeto y de ser consumido, es tal vez la lucidez despegada que se puede leer en la voz de su personaje y narrador.

 

Sobre el escritor…   

Burroughs comenzó la escritura de esta novela según nos explica su amigo y representante Allen Ginsberg en el año 50. Y en el año 1953 ya la tenía acabada. El resultado incluso que encontraréis publicado en castellano en Anagrama, es el de una serie de pugnas entre los editores Ace Books y el escritor y su representante, tras las cuales estos últimos tuvieron que hacer una serie de concesiones a las imposiciones de la editorial: retirar fragmentos enteros, poner avisos indicando que se trataba de la opinión del escritor y no de la editorial, y algo bastante significativo: cambiar el título del libro, para el cual Burroughs había escogido “Junk”. Un libro titulado “basura” no va a ser comprado por nadie, pensaron.  

Es también un añadido posterior el prólogo que escribe el autor, en donde se presenta a sí mismo a través de una pequeña autografía, que tiene la gran virtud de atrapar cosas esenciales, y de la cual voy a pasar a hacer un pequeño resumen, que nos llevará al atisbo de la relación del escritor con el objeto-droga, pero también con las palabras.

“Nací en 1914 en una sólida casa de ladrillo, de tres pisos, en una gran ciudad del Medio Oeste. Mis padres eran personas acomodadas. Mi padre poseía y dirigía un negocio de maderas. La casa tenía césped delante, un jardín trasero, un estanque con peces y una cerca muy alta de madera a su alrededor… Los recuerdos más tempranos que conservo están impregnados de miedo a las pesadillas. Me asustaba estar solo, y me asustaba la oscuridad, y me asustaba ir a dormir a causa de mis sueños, en los que un horror sobrenatural siempre parecía a punto de adquirir forma. Temía que cualquier día el sueño se hiciera realidad cuando me despertase. Recuerdo haberle oído comentar a una sirvienta que fumar opio proporcionaba sueños agradables, y me dije: «Cuando sea mayor, fumaré opio.»”4.

Por eso decía previamente de la relación del escritor con el objeto-droga y con las palabras. Ya que vemos aquí que se trata de un dicho de una sirvienta, lo que luego vendrá a ocupar el lugar de la experiencia del objeto más radical, que incluso lleva a la desconexión con el Otro de la palabra. Pero si seguimos con la breve autobiografía del escritor tenemos que…  

Sus padres después de unos años en esa gran ciudad se desplazan hacia un ámbito más campestre. Allí William asiste a la escuela primaria y secundaria. Posteriormente estudió en Harvard la carrera de letras, y el mundo que le recibe a su salida al campo laboral es el posterior a la Depresión del 29. Decide estarse un tiempo en Europa, un año aproximadamente. Siente curiosidad por la psicología y las artes marciales. Acude al psicoanalista durante tres años. Del que dice que obtuvo la posibilidad de eliminar inhibiciones y ansiedades, además de vivir según sus deseos. Todos estos progresos alcanzados según él, a pesar del analista, ya que lo que encuentra en este es el rechazo hacia su orientación sexual. De este dice que finalmente, abandonó la objetividad analítica y le echó de su consulta asegurando que era un «cínico redomado». “Yo estaba más contento de los resultados que él”5.

Esto es lo que Lacan indica en relación a los psicoanalistas y su herramienta en un escrito titulado “La dirección de la cura y los principios de su poder” como: “infatigables en la tentativa de definir la técnica, no puede decirse que replegándose sobre posiciones de modestia, incluso guiándose con ficciones, la experiencia que desarrollan sea siempre infecunda”6.

Durante la época de la segunda guerra mundial consiguió evitar el servicio militar, gracias a la utilización tendenciosa de su historial psiquiátrico. Tuvo diversos trabajos, que se configuraban como extravagancias, ya que por una paga que recibía no le eran necesarios. “Fue entonces en esas circunstancias cuando entré en contacto con la droga –dice el escritor- y me convertí en adicto; fue entonces cuando delinquí de modo consciente, al tener auténtica necesidad de dinero, algo que nunca me había ocurrido antes (…) Esta es la pregunta que se plantea con más frecuencia: ¿qué hace que alguien se convierta en drogadicto? La respuesta es que, normalmente, nadie se propone convertirse en drogadicto. Nadie se despierta una mañana y decide serlo. Por lo menos es necesario pincharse dos veces al día durante tres meses para adquirir el hábito…”7.

Esta pregunta la podemos enlazar con otra al final de la novela, en la que William Lee se pregunta: ¿por qué un yonqui lo deja por propia voluntad? “Es una pregunta a la que nunca se sabe qué responder –dice. Ninguna reflexión consciente acerca de las desventajas y los horrores de la droga puede darte el impulso emocional para abandonarla. La decisión de dejar la droga es una decisión celular”8.

Celular. Esto podemos dejarlo en suspenso durante un momento. Pero obviamente marca algo reincidente en el pensamiento del personaje de Yonqui. La verdadera adicción es sólo válida para el junk. El resto de sustancias no son adictivas, lo que para él implica, el que no se corresponden a ningún mecanismo neurofisiológico del que la persona y sobre todo su organismo se convierte en un instrumento.

Esto es interesante porque hay que decir que en la época en que escribía esto Burroughs, se sabía muy poco sobre los mecanismos sobre los que operaban los opiáceos. Y en esto encontramos un índice de fiabilidad cuando pensamos que podemos tomar de alguna manera a esta obra como una investigación, o al menos una elaboración de saber, tal vez no científica, pero sí testimonial.

 

El Discurso, los espacios, el cuerpo.

Entonces ¿desde donde habla William Lee? ¿Se puede tomar seriamente su visión con respecto a lo sociológico, a lo farmacológico, a lo judicial, a lo gubernamental?

Al menos podemos decir que William Lee habla desde una posición de lo que con Jacques-Alain Miller podemos llamar extimidad, y que sólo nos es posible percibirlo en un segundo momento a partir de la escritura.

Esta extimidad, este neologismo, es el que indica una especie de lugar de exclusión interna con respecto a las ciudades en que se inscribe la propia deriva del sujeto. Una posición siniestra, al mismo tiempo afuera pero pegada a la catástrofe anticipada del neoliberalismo, que recae sobre el propio organismo.

Los efectos cercanos de la depresión del 29 y de la segunda guerra mundial enmarcan la atmósfera de la metrópolis que en su entramado sostiene el desplazamiento del personaje. La visión de la globalización en su efervescencia inicial.

En William Lee tenemos a un tipo que se ha movido por los diferentes emplazamientos en donde se ha movido la droga, no necesariamente por aquellos lugares lúgubres imaginarios, no solo por esos barrios en decadencia al estilo guetto (aunque también) que hoy son las piezas del museo hipster, o el terreno a explotar por una cierta cinematografía. En el período en que en la novela transcurre en Nueva York tenemos el Bronx, la calle 42, el Bar Angle, La calle 103, Broadway, el Village, etc.

La escena urbana, con la consistencia viva y las coordenadas a partir de la ubicación del objeto droga, hacen que William Lee pueda geo-localizarse y encontrar un posible lugar de inscripción, de circuito, una repetición en donde en la primera parte de la historia nos lleva con él. Un circuito cerrado, que produce hasta un cierto hastío, que es el que lleva incluso a la dificultad de atravesar la lectura de estos pasajes, que dejaban un poco perplejos a sus primeros lectores:

“Durante los primeros años de la guerra las importaciones de heroína estaban virtualmente suspendidas, y la única droga que se podía conseguir era la morfina de las recetas. Sin embargo, las líneas de comunicación se restablecieron y la heroína comenzó a llegar de México, donde había campos de adormidera cultivados por chinos. La heroína mexicana era de color pardusco, pues contenía algo de opio en bruto.

» El cruce de la calle 103 y Broadway es como cualquier otro de esa zona. Una cafetería, un cine, tiendas. En mitad de Broadway hay un jardincillo con algo de césped y bancos. En la calle 103 hay una arada de metro, así como altos bloques de pisos. Se trata de un territorio de droga. La droga acecha en la cafetería, da la vuelta a la manzana y a veces cruza hasta el centro de Broadway para descansar en uno de los bancos del jardincillo. Es un fantasma que se pasea a pleno día por una zona concurridísima.”9.

Rápidamente nuestro personaje pasa de consumidor a pequeño traficante. Las zonas se van quemando, las farmacias en donde consigue que le dispensen la morfina indicada en las recetas de los médicos comienzan a negarse. Los agentes policiales están cada vez más cerca. En este escenario de pérdida William Lee apuesta por una ganancia. Conoce a Bill Gains –apellido que efectivamente podemos traducir como ganancias-, quien además de ser un hábil proveedor tenía la habilidad de robar abrigos en los restaurantes.

“Bill Gains era de «buena familia» -me parece que su padre había sido presidente de un banco en algún lugar de Maryland- y tenía clase… El americano de la clase media alta es un conjunto de negaciones. Lo que lo define, por lo general, es lo que no es. Gains iba más allá de ser un conjunto de negaciones. Era decididamente invisible: una vaga presencia respetable. Hay cierta clase de fantasmas que sólo pueden materializarse con la ayuda de una sábana o de cualquier otra ropa que les proporcione unos contornos definidos. Gains era de esa clase. Se materializaba gracias al abrigo de otra persona”10.

Como vemos, así como Gains era un especialista en extraer un envoltorio del otro para hacerse un cuerpo, William Lee tenía un olfato, y podríamos decir una afinada mirada acompañada de un adecuado uso narrativo para atrapar lo más esencial de cada personaje, y en específico, de ese desfile de «fantasmas» que para él son los otros, los adictos y camellos, y la droga misma.

Es con este bien descrito Bill Gains, que William Lee se mueve hacia la parte alta de la ciudad. Al mismo tiempo que el movimiento de exclusión promovido por el acecho de los federales, y acompañados por la promulgación de una serie de decretos, llevan a su primer doble en la historia a decidir marcharse a Lexington, una clínica de desintoxicación estatal en la que el mismo William Lee acaba poco después internado.

El itinerario de nuestro personaje seguidamente es el de pasarse en Texas unos cuantos meses en los que permanece limpio, para después pasar a New Orleans alrededor de un año tras el cual se ve forzado por la inminencia de un juicio a escapar, pasando por el valle del Rio Grande hasta llegar a México.

El ángulo desde el que tomo este testimonio es el del entramado de los espacios urbanos, en contraposición a los escenarios campestres, y me fue suscitado a partir de las pertinentes referencias en el libro en las que se puede ver la alienación del sujeto contemporáneo con los espacios en donde la vida-muerte toma consistencia a partir de la constitución de los objetos de consumo. El cuerpo de William Lee, retomando aquel comentario que hemos recortado al inicio en relación a las células, parece responder espontáneamente a las pulsaciones de las ciudades.

El objeto de consumo no es sólo un gadget, está además envuelto por lo sonoro (y sordo) y lo visible (e imposible de visualizar en el espejo):

“Al final llegué a Texas y estuve unos cuatro meses sin tocar la droga. Luego me fui a Nueva Orleans. Nueva Orleans ofrece una serie de ruinas estratificadas. Ruinas de los años veinte en la calle Bourbon. Y más abajo, en la confluencia del barrio francés con el barrio chino, hay ruinas de un estrato anterior: restaurantes de enchilados, decrépitos hoteles, viejos bares con barras de caoba, escupideras y candelabros de cristal. Ruinas del 1900.

» En Nueva Orleans hay gente que no ha salido nunca de los límites de la ciudad. El acento de Nueva Orleans es extraordinariamente parecido al de Brooklyn. El barrio francés siempre está lleno de gente. Turistas, soldados, marineros, jugadores, degenerados, vagos y maleantes de todos los estados de la Unión. La gente vagabundea, sin relacionarse con nadie, sin rumbo fijo, y la mayoría tiene aspecto hosco y hostil. Es un sitio donde uno puede pasársela bien de verdad. Hasta los delincuentes acuden allí para camuflarse y relajarse.

» Pero una compleja estructura de tensiones, semejante a los haces de cables eléctricos empleados por los psicólogos para hacer funcionar a toda potencia el sistema nervioso de los ratones blancos y las cobayas de laboratorio, mantiene a los infelices buscadores de placeres en un estado de alerta permanente. Y es que Nueva Orleans es extraordinariamente ruidosa. Los automovilistas se guían sobre todo mediante el uso de los cláxones, como los murciélagos. Los habitantes de la ciudad: son antipáticos, y los pasavolantes constituyen un conglomerado sin cohesión interna, de manera que nunca puede saberse qué comportamiento cabe esperar de nadie.

» Era forastero en Nueva Orleans y no había forma de entrar en contacto con la droga. Descubrí varias zonas de yonquis al pasear por la ciudad: Saint Charles y Poydras, el área alrededor y más arriba de Lee Circle, Canal y Exchange Place. Las zonas de droga no se reconocen por su aspecto, sino por algo que se siente, por un proceso semejante al del zahorí que busca y descubre agua subterránea. Va uno paseando y, de pronto, la droga contenida en las células se agita y se retuerce como la horquilla del zahorí: «¡Aquí hay droga!».

» No vi a nadie a quien dirigirme, y además, quería seguir limpio; o, por lo menos, eso creía”11.

Tal como hemos definido al inicio en esta especie de Rough Draft, de bosquejo, no dedicaremos este texto a entrar demasiado en los detalles del consumo. Estoy dibujando el marco que plantea la mirada de Burroughs para sobre el final de esta descripción, reducirme a un par de elementos que atrapan al escritor en su escritura y que a partir de ese encuentro podamos tal vez entrever una posible vía para responder una de las preguntas que ha planteado Irene Domínguez en la presentación de este ciclo. ¿Qué función o qué efectos podemos ubicar en cada ejemplo, de la escritura sobre una cierta deriva, en la propia relación del sujeto que escribe con el objeto-droga?

 

El exilio

Después de un ingreso en un sanatorio, promovido por un abogado como una treta para ganarle tiempo a la justicia. William Lee emprende su camino hacia el sur.

“Una carretera de tres carriles enlaza Brownsville con Mission, y a lo largo de su recorrido se alinean como cuentas los pueblos del valle. No hay en él ciudades propiamente dichas, pero tampoco es una zona rural. Es un vasto suburbio de sencillas casitas. El valle es liso como una tabla. Allí no crece nada más que cultivos de cítricos y de palmeras traídos de California. Cada tarde empieza a soplar un viento seco y ardiente que dura hasta el anochecer…

» Una premonición de catástrofe inminente flota sobre el valle. Hay que sacar todo el dinero que se pueda antes de que ocurra algo, antes de que la mosca negra eche a perder la fruta, antes de que se supriman los subsidios al algodón, antes de la inundación, del huracán, de la helada, de la larga temporada de sequía en que no hay una gota de agua para regar, antes de que la patrulla de fronteras corte el flujo de temporeros mexicanos ilegales. La amenaza del desastre es omnipresente, pertinaz e inquietante como el viento de la tarde. El valle era un desierto, y volverá a serlo. Entre tanto, debes procurar sacar todo el dinero posible mientras tengas tiempo.”12

Es increíblemente actual y premonitorio este recorte. Jacques-Alain Miller en una alocución reciente, del 21 de enero de 201713, retoma algo que ya podemos ubicar aquí como naciente: El final de la ciudad como existencia demostrable. En el momento en el que en el más puro desierto la huella del entramado y la expansión tiende sus garras, arrastrado por el estallido inminente que conlleva el discurso capitalista.

La última parte del libro transcurre en México. Está caracterizada por un gran movimiento, ya que implica un forzamiento que va oscilando entre la abstinencia o sustitución del junk por otras sustancias, y períodos de repliegue en casa con una gran provisión de morfina que comparte con otro de sus dobles en la historia, esta vez llamado “el bueno de Ike”.

Sobre su llegada al D.F. William Lee de nuevo nos transmite su experiencia en donde se articulan él, la droga y la ciudad. Eso que ya aquí tal vez podamos llamar su escritura adictiva. O por lo menos la escritura en su cuerpo que él puede admitir del Otro circundante con la condición del objeto droga como intermediario.

“Lo mismo que un geólogo que busca petróleo se guía por ciertas señales en las rocas, quien desee encontrar droga debe estar al acecho de algunos signos especiales que indican su proximidad. Se encuentra a menudo junto a los barrios ambiguos o de transición: en la calle 14 Este cerca de la Tercera Avenida en Nueva York; en Poydras y Saint Charles en Nueva Orleans; en San Juan de Letrán en México. Tiendas que venden piernas ortopédicas, fabricantes de pelucas, mecánicos dentales, talleres en pisos donde se fabrican perfumes, cosméticos, artículos de fantasía, aceites esenciales. Cualquier lugar en el que los negocios dudosos se entremezclan con los barrios chinos…

» [Pero] Si la droga desapareciese de la tierra, probablemente seguiría habiendo yonquis que vagaran por los barrios de la droga sintiendo el fantasma pálido, vago, persistente de la falta de droga, del síndrome de abstinencia”14.

¿Ese anudamiento es el que aparece de alguna manera tergiversado cuando falta el objeto droga, tomando su lugar el deseo sexual, en los momentos de síndrome de abstinencia?

 “De repente, mientras estaba sentado y recorría ansiosamente el parque con la mirada, me invadió una sensación de calma y felicidad y me sentí en plena comunión con la Gran Ciudad; supe con certeza que aquella noche me tiraría a un chaval. Y así fue”15.

 

The final fix.

Tomo este término del final de la novela. Significa “el colocón final”. Sin embargo no podemos dejar pasar que el término fix tiene sus implicaciones con la palabra reparación o arreglo. Ello nos guía en la cuestión que nos orienta desde el psicoanálisis de preguntarnos qué función tiene en cada caso el objeto-droga.

Es en el momento en el que la muerte se le sobreviene a William Lee vinculada a la droga que parece que esto produce un afecto de ternura en relación a los recuerdos que le vienen del pasado. “Sentí una súbita compasión por la carne y las venas violadas. Enjugué con ternura la sangre de mi brazo”16.

No quiero generalizar. Estoy ubicando el momentum particular en que este personaje, William Lee, después de todo un recorrido se topa con algo en particular que le lleva a plantearse una relación distinta con el consumo. La droga se le aparece con una consistencia extensiva, como la comprobación de “una inyección de muerte”16.

Y es casi análogo a lo que dice Knausgard del aire. Estar enganchado de eso. 

“La droga es una inyección de muerte que mantiene al cuerpo en un estado de emergencia”17.

A partir de ese momento William Lee desencadena una serie de sustituciones que apuntan al menos a romper esa relación de la jeringuilla y las venas. Opio, bencedrina, infusiones, hasta llegar al tequila. En el último período delirante y tremebundo Burroughs -digo Burroughs porque posteriormente en un libro de entrevistas llamado “The Job”18 confirma la experiencia de este momento que les paso a relatar- decía William Burroughs nos dice algo más de ese lugar del objeto-droga en función a su relación o no relación con un cierto fragmento del lenguaje.

Un mexicano en un bar le roba un pedazo de opio. Él se va a casa enfurecido a buscar su pistola. Cuando se aparece el mexicano le llama por su nombre: “Bill”. 

 “El hombre estaba la mar de tranquilo, y su cara inexpresiva no traslucía temor. Vi que alguien se aproximaba por mi derecha, por detrás, y giré levemente la cabeza. El camarero se acercaba con un policía. Me volví irritado por la interrupción. Hundí la pistola en el estómago del agente.

-¿Quién le ha dado vela en este entierro? –pregunté en inglés. No le hablaba a un policía material, de tres dimensiones. Me dirigía al policía que veo a menudo en mis sueños, un hombre difuso, oscuro, irritante, que siempre aparece cuando estoy a punto de pegarme un pinchazo o irme a la cama con un chico.”19.

Toda esta escena cargada de irrealidad, en la que también el personaje principal se nos desliza de las manos como un fantasma, transcurre con varios cambios de manos en relación a la pistola, hasta que el camarero se queda con ésta.

“El policía me cogió con fuerza por el brazo y dijo:

-Vámonos, gringo.

Salí de allí con él. Me sentía aturdido y movía las piernas con dificultad. Una vez tropecé y el policía me levantó. Trataba de hacerle entender que, aunque no tenía dinero encima, podía pedírselo prestado a algún amigo. Mi cerebro estaba entumecido. Mezclaba español e inglés y la palabra prestar se ocultaba en algún archivo secreto de mi mente, al que no tenía acceso a causa de la barrera mecánica que había levantado el alcohol. El policía meneó la cabeza. Hice un esfuerzo para enviarle el mismo mensaje con otras palabras. De pronto, el policía se detuvo.

-Ándale, gringo –dijo en español, y me dio un leve empujón en el hombro. Se quedó parado un momento contemplando cómo me alejaba calle abajo. Dije adiós con la mano. No me respondió. Dio media vuelta y se volvió por donde habíamos venido.20.

La palabra Borrow. Así como el nombre del primer doble, secuaz, apoyo, es Bill Gains, aquí tenemos a Bill Borrow, en donde justamente Burroughs, es esa palabra que queda cercenada del campo del lenguaje, por “la barrera mecánica que había levantado el alcohol”.

Finalmente después de la nueva aparición de Bill Gains, y de aparejarle a este con su nuevo doble el bueno de Ike, William Lee, según lo que dice en la novela “se separa” de su mujer, con el plan de irse a Colombia a probar con la ayahuasca, en la búsqueda de un cierto nirvana, el arreglo absoluto. 

Notes

[1] Burroughs, William S. (1953/2016). Yonqui. Barcelona: Editorial Anagrama.

[2] Knausgård, Karl Ove. (2012). La muerte del padre. Barcelona: Editorial Anagrama. p. 399.

[3] Marlowe, Ann. (2006) ¿Cómo detener el tiempo? La heroína de la A a la Z. Barcelona: Editorial Anagrama. pp.130-131.

[4] Burroughs, William S. (1953/2016). Ibíd. p.13.   

[5] Burroughs, William S. (1953/2016). Ibíd. p.16.

[6] Lacan, J. (1958/2006). La dirección de la cura y los principios de su poder. En Jacques Lacan, Obras Escogidas I. Barcelona: RBA Coleccionables. p.592.

[7] Burroughs, William S. (1953/2016). Ibíd. p.17.

[8] Ibíd. p.156.

[9] Ibíd. p.44.

[10] Ibíd. p.56.

[11] Ibíd. pp.80-81.

[12] Ibíd. pp.114-115.

[13] Miller, Jacques-Alain (2017). Cuestión de Escuela: Acerca de la garantía, Pronunciado a modo de introducción en la tarde de la Garantía de la ECF. http://www.psicoanalisisinedito.com/2017/02/jam-cuestion-de-escuela-garantia.html Consultado el: 06/06/2017. 

[14] Burroughs, William S. (1953/2016). Ibíd. pp.120-121.

[15] Ibíd. P.123.

[16] Ibíd. P.133.

[17] Ibíd. P.134.

[18] Burroughs, William S., Odier, Daniel (1974/1989). The Job: Interviews with William S. Burroughs. New York: Penguin Books.

[19] Burroughs, William S. (1953/2016). Ibíd. p.137.

[20] Ibíd. P.138.

Erick González

The final fix o el colocón final.

Sobre la novela “Yonqui” de William S. Burroughs [1] 

NODVS XLIX, juny de 2017

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