Esfíngeme, cabeza de chorlito

Conferencia de inauguración del curso 2022-23 de la Sección Clínica de Barcelona .

  • Publicado en NODVS LXV, novembre de 2022

Lo que sigue proviene de una lectura del texto de Jacques Lacan titulado L’Étourdit, traducido como El atolondradicho, lectura apoyada con el impresionante trabajo publicado por nuestros colegas de Burdeos Philippe La Sagna y Rodolphe Adam con el título de Contrer l’universel1. El breve artículo de Jean-Claude Milner, L’Envers d’un post-scriptum, publicado en la revista Le Diable probablement ilumina con un flash cegador el propósito general de este escrito de Lacan2.

En el curso pasado del Seminario del Campo Freudiano de Barcelona estuvimos ocupándonos de la primera mitad del Seminario …ou pire de Jacques Lacan, hasta el momento de una inflexión en su enseñanza que nos lleva a nuestro trabajo del presente curso. Lacan fechó en julio de 1972, es decir una vez terminado su Seminario diecinueve, el escrito que comentaremos hoy. En octubre de ese mismo año, tras las vacaciones, Lacan visitó Barcelona y Lovaina. Y en noviembre comenzó su Seminario titulado Encore, traducido como Aún. Lo que leemos en ese tiempo de la enseñanza lacaniana es una nueva orientación, de la cual esta conferencia es un pequeño síntoma, analizado no sin transferencia.

Vamos al principio de la cuestión. En 1885, Sigmund Freud estaba en París, gozando de su beca de estudios. Médico titulado desde hacía cuatro años, andaba buscando una orientación para su vida profesional. Quería establecerse, casarse y hacerse una reputación. Entre las cartas que escribió desde París, podemos leer una dirigida a su futura cuñada, Minna, a quien describe la ciudad de París: “Tengo una vista de conjunto de París y podría ponerme muy poético y decir que esta ciudad es una Esfinge gigantesca y pimpante, que devora a todos los extranjeros incapaces de resolver sus enigmas”3.

En esa época, Freud negociaba su interés por la neurología (en la que había conseguido algunos éxitos como investigador), con la necesidad, forzada por el antisemitismo ambiente, de ejercer una profesión lucrativa, como médico trabajando en consulta privada. Dudaba entre la neurología misma, la oftalmología, o incluso la pediatría como profesiones posibles. Su intención primera al trasladarse a París era poder investigar la estructura del cerebro en la clínica de la Salpêtrière, en el servicio del neurólogo Jean-Martin Charcot. En los meses en que Freud estuvo allí, uno de los temas de investigación del maestro era la histeria, a la que dedicaba sus presentaciones de enfermos (más bien de enfermas, pues el Hospital era de mujeres). El tema de debate era la causalidad de la histeria: o bien neurológica o bien psíquica. En ausencia de lesiones cerebrales observables, y diría que no sin la influencia del joven Freud, Charcot fue decantándose hacia la causalidad psíquica, sin abandonar la posibilidad de una afectación cerebral.

Al final de esa estancia Freud ya había abandonado la investigación sobre la anatomía del sistema nervioso para encaminarse hacia la práctica clínica.

El lector de L’Étourdit puede dejarse convencer de que, en su estancia en París, lo que impactó a Freud no fueron tanto las formas del ataque histérico —que ya conocía— como el enigma que esas mujeres escenificaban en sus síntomas, y que nunca iba a resolver: el goce femenino. ¿Que quiere la mujer, más allá de la expresión histérica de su castración? Mi hipótesis es que, a partir de ese momento y hasta el final de su vida, Freud estuvo devorado por el enigma de la esfinge parisina. Él era el étourdi, el aturdido, el brillante atolondrado que dedicó su vida a descifrar los dichos que su propia sorpresa le hizo formular.

Dice la Pitia de Paul Valéry: ¿Quién me habla, en mi propio lugar? / ¿Qué eco me responde: ¡Mientes!? / ¿Quién me ilumina?… ¿Quién blasfema? / ¿Y quién, con esos espumarajos dichos, / cuyas astillas me pican la lengua, / la hace enarbolar una arenga, / quebrando la baba y los cabellos / que mastica y trama el desorden / de una boca que se quiere morder / y recobrar lo que declaró?4

Para empezar, Freud resolvió científicamente una parte del enigma: la cizalla significante (el término es de Lacan) cercena el cuerpo con un corte que responde a un patrón fálico. Véase el artículo concebido en París y escrito en francés para Charcot: “Algunas consideraciones con miras al estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas”5. Pero resuelto este enigma, queda claro que ésta es sólo una mitad de la cuestión. El mediodicho de la histérica dejó a Freud, como a nosotros, aturdidos y anhelantes sobre la fuente de sus dichos, sobre su decir. ¿Quién habla en la histérica? ¿Quién vocea en su boca? Responder “el padre” es  sólo una primera mitad de la respuesta.

Freud emprendió así su camino. Gracias a Edipo y a Antígona pasó del no decir de la ciencia al mito-decir. ¿Qué goce hace hablar a las formaciones del inconsciente? ¿Es el goce incestuoso? ¿Es el padre muerto? ¿Es una maldición fatal, algo mal dicho que, inmortal como las células germinales, no ceja en su tránsito a las generaciones futuras y les hacer rechinar los dientes sin compasión? Freud quedó ahí embaucado; pero sólo a medias. Sospechaba que debía haber algo más allá del universal que descubrió ahí, el de la significación fálica. Eso ya era un mundo nuevo. Pero para el resto, se convenció de que algo podría acaso encontrar en el Aqueronte, para entrar en el cual había de atravesar el litoral de la locura antes de encontrar el galope infernal sin universo6. De este modo, en París, Freud tropezó con un decir que no puede ser dicho. Y lo sabe. Y también sabe que podrá, no sin riesgo, ganarse la vida con el trabajo de hacerlo hablar.

¿Quién es la Esfinge? ¿Quién es Edipo?¿Quién habla en ellos?

¡Ay, Tiresias!

Comencemos con ésto, que aprendemos de Lacan: la histérica crea la ficción del falo para no saber nada del enigma que es ella misma para sí. Freud mira de frente el enigma; sabe que la pitia no sabe decir nada sobre su propio decir. Sabe que los dichos de la histérica son ficción, una ficción verdadera; pero que esos mismos dichos hacen inalcanzable su decir. Tal como lo explica Jacques-Alain Miller en El banquete de los analistas, lo interesante de la histérica es de qué modo ella es un misterio para sí misma7. Ella es Edipo y es la Esfinge, ambos a la vez y frente a frente. La histérica quiere su misterio y, a la vez, resolverlo. Pero si lo consigue, perderá el misterio, que es su atractivo, y con ello su participación en el discurso universal. Si sale de su mentira, abandona su ser. Para soportar su no-saber se crea la ficción del falo, pero entonces queda atrapada a sí misma como queriéndolo. Es la ficción del Dos que encuentra a su Uno: pero es en vano. Eso nunca sucederá. En el goce, el Dos es inaccesible. Tan inaccesible como el transfinito de Cantor. Y eso Freud lo sabe.

Es claro que Freud encuentra el Uno-de-goce universal en la histérica: es el pene, no tomado como órgano, sino como significante. Es, a la vez, un órgano, que Lacan en L’Étourdit describe como un anzuelo para la voracidad vaginal; y es tambien un significante: es el pez que nada tragándose el plus-de-gozar del discurso. El pez nada.

Por este camino avanza Freud hacia el borde del inasible Dos: ¿qué quiere una mujer?

Este es el drama, o la opereta primordial de la que surge el psicoanálisis. Freud entiende, más allá de los médicos, el lenguaje de la histérica; esta comprensión hace surgir un nuevo enigma, del que surge el decir de la mujer, inalcanzable para él. Pero ya en París se le presentan los primeros atisbos de un horizonte de comprensión. Ahí está el genio de Freud y su docilidad a la revelación: esta falsa solución histérica (aún no está planteado su problema) debe de tener algo que ver con la fatalidad de Edipo y su familia. Tomemos nota de que, en París, Freud asistió a una representación de la obra de Sófocles.

Un mito es un decir a medias. Edipo parece procurar una resolución del enigma, pero no sin revelar nuevos enigmas: ¿Por qué el goce es incestuoso? ¿Qué es un padre? ¿Qué pinta ahí el orangután omnigozante, el que será padre cuando la horda acabe con él y lo devore? Más aún: ¿qué significa el destino, o la fatalidad, para un hombre? ¿Qué es olvidar? ¿Qué es la muerte? ¿Qué es un oráculo? ¿Cuál es el deseo de Tiresias, que Edipo parece heredar? ¿Qué enigma resolvió Tiresias, que le dejó ciego? ¿Qué es un síntoma? La condensación lacaniana de los dichos de Freud ya la hemos recibido: “No hay congruencia sexual.” Entre el hombre y la mujer hay un muro; sobre ese muro hay signos fingidos.

Claro que Freud no lo dijo así, salvo en un breve acercamiento en El malestar en la cultura: “La vida sexual del humano está severamente dañada (…) Muchas veces uno cree discernir [glaubt man zu erkennen] que no es sólo la presión de la civilización, sino algo que está en la esencia de la función misma, lo que nos deniega la satisfacción plena y nos empuja hacia otros caminos”8. Freud añade que podría estar errado; pero todos sus dichos apuntan en esta dirección. Y por más que hombre y mujer habiten el lenguaje, no hacen enunciado de su andar juntos.

¡Ay Tiresias! Resuena aún el trueno de la explosión en la salitrería.

Así pues, el ser hombre y el ser mujer se separaron del Uno. El lenguaje no es el hábitat del ser, sino su maldición. La maldicción es el trueno, o el suspiro, o el silencio, del Uno. Pero es que el Uno, frente al Otro, no es Otra cosa: es la Cosa, como tal, sin ser, sin amor, sin pasión. Freud nos hizo inteligible que de esa Cosa surge una voz, la de lalangue, la lengualalengua, que no dice el ser, pero que hace discurso, y mucho. Esto es lo que pasa de Freud a Lacan y a nosotros: el discurso, la muerte circulando como amor, entendido como el saber hacer con el cuerpo del otro9.

¡Ay Tiresias! ¿Dónde está tu otro cuerpo?

Salimos de los dichos de Freud. Lacan los recorrió todos e hizo de ellos un jardín a la francesa. El texto del Atolondradicho está firmado el día de la fiesta nacional francesa, pero en un castillo belga, Beloeil, que tiene dos maravillosos jardines: uno a la francesa, de geometría perfecta; otro a la inglesa, audazmente embrollado. Los dichos de Freud ya están ordenados. Queda el otro lado, el decir no dicho, el bosque de lalangue.

Lo vamos entendiendo: la distinción entre el dicho y el decir con el que abre L’Étourdit se aplica en general, pero también y sobre todo al caso de Freud. De primeras, dicho y decir parecen reiterar enunciado y enunciación. Serge Cottet, en su libro orientador Freud y el deseo del analista tomó la enunciación como el deseo de Freud10. Ahora es otra cosa: el motor de L’Étourdit no es tanto el deseo de Freud como su decir, digamos una enunciación puesta un poco más atrás, en el nivel del sinthome. El decir queda olvidado en lo dicho y su entendimiento. O sea: la verdad sirve para enterrar a quien la dijo.

Es una transgresión de Lacan: ahora dejará de ocuparse de los dichos de Freud, para dejarse ocupar por su decir11. Más que transgresión es desmesura. Lacan nos lleva de la mano a la dimensión de la Até12La Até es la dimensión del discurso del analista.

Volvamos ahora al enfrentamiento primero de Freud con la Esfinge.

A la vuelta de París, Freud hizo una estancia en un hospital de niños en Berlín, se casó, se instaló, apenas escribió durante cinco años, tuvo seis hijos, y atravesó el Prater —otro jardín a la inglesa— de la locura de Wilhelm Fließ.

En algún momento de este recorrido, o quizá ya en París, se compró un libro, que el editor de las cartas de Freud a Fließ da en referencia: la obra de Léopold Eugène Constans, La légende d’Oedipe étudiée dans l’antiquité, au moyen-âge et dans les temps modernes13. Editada en París en 1881, su autor era un profesor de filología romana de la Universidad de Aix-en-Provence. Debo a la diligencia de la Sra. Marina Maniadaki, del Freud Museum de Londres, la confirmación de que ese libro se encuentra en la biblioteca de Freud, y que tiene subrayados de su mano. Más aún, me mandó la lista exacta de esos subrayados. El editor de las cartas a Fließ, Jeffrey Moussaieff Masson señala muy superficialmente que los textos subrayados se refieren al incesto. Hay que verlo.

El libro contiene un estudio muy detallado del mito de Edipo, en sus versiones antiguas y sus semejanzas con otros, tal como se conocían en la época. Apunto a vuelapluma algunos subrayados de Freud. El enigma de la Esfinge es el trueno, y su caída de lo alto de la roca es la lluvia. El cuento de Edipo es la explicación de la fatalidad, la que hace que los hombres sean culpables de los mayores crímenes sin saberlo. Dar muerte a Laio sería lo mismo que matar la Esfinge. Los hermanos Grimm, grandes mitólogos, vieron ahí una analogía con el invierno perdido, cautivo, sin ojos, que mató a su padre y que, llegada la primavera, fecunda a su madre, que es la tierra. En otras versiones, Edipo, al nacer, habría sido expuesto en las aguas del mar; lo que crea una semejanza con Moisés, expuesto también en las aguas. Para otros, la Esfinge era un jefe de piratas al que Edipo venció con una tropa venida de Corinto. Otra versión: la Esfinge era una hija natural de Laio, a quien éste había comunicado aquel enigma que sólo los reyes conocían; quien no acertaba a descifrarlo no era de sangre real y era condenado por impostor. En la comedia de Aristófanes Las asambleístas, un joven está a punto de acostarse con una mujer vieja, según una ley que le obliga a ello; y alguien le advierte: “si impones esta ley, llenarás la tierra de Edipos”. Refiere también Constans que “las costumbres de oriente autorizaban hasta cierto punto la unión del hijo con la madre”14. También las tradiciones populares contendrían referencias al mito, como la que asimila a Edipo con Judas Iscariote, que habría matado a su padre y se habría desposado con su madre; luego se habría hecho discípulo de Jesús para expiar sus crímenes. De otro lado, habría una repetición entre la victoria de Edipo sobre Laio —matarlo y apropiarse a su mujer— y la destruccción de la Esfinge. En otra versión, Edipo es una personificación de la luz, que vence a la figura solar de la Esfinge: la luz contra la luz; con el resultado de la oscuridad para Edipo.

Todo esto es muy sugerente y abre la puerta al mundo del sentido para toda clase de analogías. En mi opinión, no creo que a Freud le interesara la mitografía, ni siquiera el incesto como tal. Lo más importante para él era lo universal de la fatalidad expresada en el mito. Como dice en una carta a Fließ: “Un único pensamiento de valor universal me ha sido dado. También en mí he hallado el enamoramiento de la madre y los celos hacia el padre y ahora lo considero un suceso universal de la niñez temprana, aunque no siempre tan temprana como en los niños hechos histéricos. … Si esto es así, se comprende el poder cautivador de Edipo Rey a despecho de todas las objeciones que el entendimiento eleva contra la premisa del hado, y se comprende por qué el posterior drama de destino debía fracasar tan miserablemente”15. Freud alude luego al drama de Grillparzer, Die Ahnfrau, (La abuela) o al Hamlet de Shakespeare — para asociarlas, junto con el mito edípico, a esta figura de la repetición llamada fatalidad. Esto es algo que Freud sí subraya en el libro de Constans: si bien la leyenda de Edipo es más antigua que Grecia, los griegos le añadieron el componente de la fatalidad. Tema que vemos resurgir, contra Aristóteles, en el párrafo final de La interpretación de los sueños.

Es también el decir del trueno, que resuena al final del escrito de Lacan Función y campo de la palabra y el lenguaje: Da, es la palabra de Prajapati, la fuerza de creación por la palabra, el dios del trueno, “sordo murmullo”16, lavado por la lluvia. Lo real responde en la repetición; la fatalidad freudiana es lo que Lacan describe presentando al sujeto como respuesta de lo real17.

A Freud le interesa esa fatalidad, y de qué modo el mito sirve para explicar, o para glosar, la fuerza de la até, de la desmesura fatal, del mal moral y sus consecuencias, como algo que se escribe y no se borra. Lacan toma la até como la razón bajo la tragedia de Antígona: la fatalidad de su suerte. Es el mal que no proviene de la voluntad y que comporta reacciones o daños irredimibles. Es lo que la Pitia puede leer en su trance, lo que la fatiga en su tránsito.

Es la universalidad de la culpa, algo que se añade al inconsciente como repetición en lo real; como una maldición, un dicho ausente de su decir que se repite de manera implacable.

Esta figura del destino es algo que queda sin analizar en Freud. En su correspondencia con Fließ se refirió a ella como una intuición con el nombre de Lucifer Amor. O como el cuarto modo de la repetición: lo demoníaco, un destino, un sesgo demoníaco en el vivenciar18. O como la Ananké, que acompaña al Logos fálico.

Ese es el decir de Freud; es lo que Lacan recoge como el resto de sus dichos tras veinte años de machaque.

Esto es lo que, más allá de su histeria, más allá de su fallado comercio fálico, habla en la histérica. Esto es lo que escucha el analista, más acá de los dichos de su analizante. Esto es lo que una mujer no sabe decir, y que goza.

Es que el goce, femenino, está más allá del destino.

Quizá Tiresias, famoso ciego clarividente, entendió ese decir de una mujer, más allá de su síntoma histérico, en el après-midit, en el postmeridiano, el postmediodicho, el decir no dicho19. Quizá Tiresias sabe el sentido del trueno que anuncia la lluvia. Sabe que más allá de la demanda de falo hay otra que se disuelve en un humedal sin litoral, en lo secreto, en lo secretado. No resuelve el enigma, lo incorpora, en un suspiro, en un desliz, en una resonancia más allá del canto.

Tenemos así las cosas: Lacan, durante veinte años, redujo los dichos de Freud a unos pocos matemas. Hace cincuenta años Lacan terminó su estancia en el Aqueronte freudiano. Y Tiresias se quedó en el Hades, conservando una muy buena reputación. De los veinte años de esa estancia, a Lacan acepta la herencia de sólo unas cifras, las que van contenidas en el enigma de la Esfinge: cuatri, dos, tres. Es la cifra primera del decir no dicho de Freud. El enigma freudiano es ahora matema. Veamos. El cuatro es el hombre que aún no camina; con dos ya puede caminar sobre los pies, aunque estén hinchados como los de Edipo. Cuando está viejo, necesita un pie artificial, un bastón: es el tres. Y al fin, lo que la Esfinge no podía saber, es el Uno que la tumba.

Cuatro es el discurso: cuatro elementos en cuatro lugares que circulan. El pene se hace significante, como lo demostró la histérica en su lecho. Es un significante, es decir que no es un cuerpo; circula, creando efectos de verdad, en los que el sujeto se encuentra perdido en un plus que se evacúa. Es lo que va del joder al gozar en el ser hablante.

Dos. Es el bípedo, o bípode. S1 y S2 no tienen ningún vínculo de significación. Se trata de dos lugares disjuntos, como el del plus-de-gozar y el de la verdad. Todo ello sobre la pareja que danza en las páginas de L’Étourdit: ora el sentido ab-sexo; ora el sexo ab-sente. El sujeto se divide entre dos corrientes: o el ab-sens o el ab-sexo. En el sexo se desvanece el sentido; en el sentido no hay diferencia, y el universo es un contrato copulativo.

Tres. El falo es el tercer elemento, que se eleva como obstáculo a la vez que abre la puerta a las sublimaciones, entre las cuales la excelsa es el falo de la madre, el inexistente. Es ese tres el que guía al humano hacia su verdadero lecho, sea cual sea su desconcierto. A los dos del apartado anterior, el sexo y el sentido, el falo les añade la significación20. En el sexo, el falo es el obstáculo que impide la relación adecuada entre los sexos. En el sentido, el falo surge como la comicidad, evocada por Freud en su libro sobre el chiste como die Zote, y es omnipresente en la comedia, desde la ática a la commedia dell’arte, de donde pasa al teatro occidental. En la significacion, el falo se lee en el insulto homérico, que clava al rival en su impotencia. Pero ese 3 es heterogéneo. El elemento añadido es una prótesis, entre tantas con las que el humano llega al fin: bastón o droga, cetro o amputación, un Uno fatal que se hace significante y nos lleva a la muerte.

Habló la Esfinge, pues, en cifra. ¿A quién? ¿A Edipo? ¿A Freud? ¿A Lacan? ¿A nosotros? Sí, pero ¿qué dijo? Creo que más de tres veces —y gracias al matema de Lacan y a algunos poetas— supe escuchar sus balbuceos. Intento hablar de tres, en boca de otros. Habrá más. El reto es para todos los psicoanalistas que, por formación, nos creemos capaces de responder a cualquier cosa.

¡Ay Tiresias!

En su Seminario 10, La angustia, y en su Seminario 14, La lógica del fantasma, Lacan recomienda la lectura del poeta carca, premio Nobel, T. S. Eliot, y especialmente un fragmento de su poema The Waste Land, La tierra gastada, La tierra yerma, o baldía, o como quieran.

 En la hora violeta — At the violet hour — / … / yo, Tiresias, viejo y ciego, pálpito entre dos vidas, / con dos tetas arrugadas, puedo ver / … / la mecanógrafa ya está en casa. Es la hora del té, levanta la mesa del desayuno, enciende / el hornillo y abre unas latas de comida / … / Yo, Tiresias, viejo de mamas arrugadas, / … / percibí la escena y predije lo demás — / También yo aguardaba al visitante esperado. / Y llega el joven, con acné, / empleado en una pequeña casa comercial, descarado, / uno de esos anodinos que sirven de asiento a la seguridad, / tal como se asienta la chistera de seda sobre el millonario de Bradford. / Ahora es el momento, conjetura él. / La cena se acabó, ella está aburrida y cansada, / él se empeña en hacerla admitir sus caricias, / que ella aún no le reprocha, aunque no las desee. / Excitado y decidido, la acomete de pronto; / sus manos de explorador no encuentran defensa; / su vanidad no espera respuesta, / y se toma la indiferencia como un asentimiento. / (Y yo, Tiresias, ya pasé antes por todo lo que ocurrió en ese diván o cama…) / … / Él otorga un último beso complaciente / y avanza a tientas por la escalera sin luz. / En el retrete del rellano mea y escupe… / Ella se vuelve y se mira un momento al espejo, / casi sin prestar atención al amante que partió. / Le pasa por la cabeza un pensamiento a medio hacer: / “Bueno, ya está; qué bien, ya pasó.” / Cuando un encanto de mujer se rebaja hasta la locura y da unos pasos por la habitación, sola, se atusa el pelo con gesto automático / y pone un disco en el gramófono21.

¡Ay Tiresias!

En la hora violeta entran las mujeres, una por una, como las sillas en el café Miller. Una por una, sin pagar el precio del ser frente a los hombres cansados. El Uno sin ser no tiene Otro. O entonces es el héteros, distinto, que se desvanece como un éter, o que se coagula como la hetaira — y que deja al hombre hecho un homo — un hombre de su órgano, un hombre de su Órganon, aristotélico, que sólo sabe decir: Todos los hombres son inmorales. Pero no todo el monte es órgano.

Vamos por la segunda.

Nos topamos entonces con el aturdicho de sus vueltas que se encuentra escuchando cómo la Esfinge, más allá del esfínter y de la ficción, de la atención y del olvido, le canta el enigma del que ella sabe cómo no salir: “Me has satisfecho, hombrecito. Lo has comprendido, es lo que hacía falta. Anda, cabeza de chorlito, vete por ahí con tu comprensión de lo que creíste poseer como vaina primordial. No sobrarán atolondrados para decirla y volverla a decir y darle la vuelta a lo dicho como buenos eruditos a la violeta. Lo dicho a medias te revolverá. Gracias a la mano que te responderá cuando la llames Antígona, la misma mano que puede desgarrarte cuando yo esfinja mi notoda, sabrás también al atardecer  — a la hora malva —, por haber hecho de Otra, hacerte igual a Tiresias y, en consecuencia, adivinar lo que te he dicho.”

El hombrecito incierto, cabeza de chorlito en general, puede aprehender, si se feminiza, que no hay Otro del Otro, que lo que pasa es contingencia, que hay un litoral no amenazante, un nuevo tintero, una nueva travesía, un nuevo paso de danza. Las humedades de la conciencia universal no enjuagan el decir de la esfingida toda: ninguno de sus dichos puede completarse sin lo no dicho, ni refutarse por un dicho negativo, ni inconsistir sin un Cantor extraviado en su fortuna, ni indemostrarse sin nudos, ni indecidirse sin juicio. Habrá que seguir diciendo, tan lejos queda el decir, en un multiverso, en un transfinito, en una Aufhebung metafísica, en un hiperespacio. La Esfinge deja de oracular y espera un decir para su mediodicho.

Ahí es dónde Freud se quedó boquiabierto: ni Breuer, ni Charcot, ni la cocaína, ni Fließ, ni la Verdad le trajeron nada que respondiera a su mano sudorosa tendida hacia el vacío. Ella no está. No hay complemento de su mediodecir. Sólo se puede surfear sobre la oleada del placer, sin esperar armonía, sin ofrendar un superyó para el vaso que ahonda la angustia. Dos no existe.

Vamos entonces por la tercera.

El enigma de la Esfinge es ahora una paradoja. Edipo es una función proposicional. Apollinaire inventó el surrealismo haciendo de Tiresias una Thérèse con tetas de globo. “Tiresias, dice Apollinaire, se encuentra oficialmente a la cabeza del ejército, en la Cámara de Diputados, en el Ayuntamiento.”22 Es su función.

La cama de Ulises era un tronco inamovible; la de los Bloom, destartalada, retruena al compás de los jadeos más o menos fictos. Entre sábanas no hay diferencia entre el “sin arrimo y con arrimo”. Sí: hemos aprendido a operar con el no del inconsciente; y somos lo bastante hábiles para dejarnos devorar por los perros de su Diana. Pero ahora ya no basta. Viene Lacan y recupera el “sí” que antecede al no, el ja de la Bejahung. Sí: sí al sin todo, o a todos los todos, de uno en uno, sí al síntoma, sí al dicho de un decir echado a perder.

Yo, Molly Bloom, hablo; pero no soy la verdad. Estoy vestida y desvestida, con arrobo y sin arrobo.

“…cuando yo era una Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa en el pelo como las chicas andaluzas o una roja sí y cómo me besó junto a la muralla mora y yo pensaba bueno tanto da él como otro y luego le pedí con la mirada que me lo pidiera otra vez sí y entonces me preguntó si yo quería sí decir sí mi flor de la montaña y al principio le abracé sí y lo atraje contra mí para que pudiera sentir mis tetas todo perfume sí y su corazón corría como loco y sí dije sí quiero Sí.”23


 

Notes

1.Lacan, Jacques, L’Étourdit, en Autres écrits, París, Eds. du Seuil, 2001, págs. 449-495; trad. cast. El atolondradicho, en Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 473-526. Philippe La Sagna y Rodolphe Adam, Contrer l’universel. ‘L’Étourdit’ de Lacan à la lettre, París, Michèle, 2020.

2. Jean-Claude Milner, L’envers d’un post-scriptum, en Le Diable probablement, 9, p.. 79-84.

3. Carta del 3 de diciembre de 1885.

4. Paul Valéry, La Pythie, en Charmes, 1922.

5. Freud, Sigmund, op. cit., en Obras completas, Amorrortu, Buenos Aires, 1976, vol. 1, p. 191-210.

6. Véase la opereta de Jacques Offenbach, Orfeo en los infiernos.

7. Clase del 6 de diciembre de 1989.

8. Freud, Sigmund, El malestar en la cultura, en Obras completas, vol. 21, p. 103.

9. Lacan, Jacques,  El atolondradicho, op. cit., p. 502-503.

10.Cottet, Serge,  Freud y el deseo del analista, Buenos Aires, 1984.

11. Milner, Cf. J-C, op. cit.

12. Lacan, Jacques, El Seminario, libro 7, La ética del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 2007, especialmente las lecciones 19 a 21.

13. Editado el París, Maisonneuve, 1881. Disponible en la página Gallica de la BNF.

14.Constans, L-E.  op. cit., p. 35-36.

15.Freud, Sigmund, Cartas a Wilhelm Fließ, Buenos Aires, Amorrortu, 1994, carta del 15 de diciembre de 1897, p. 293.

16.Constans, L-E, op. cit., p. 5.

17. Lacan, Jacques,  El atolondradicho, op. cit., p. 483.

18. Freud, Sigmund, Más allá del principio de placer, en Obras completas, op. cit., vol. 18, p. 21-22.

19. Lacan, Jacques,  El atolondradicho, op. cit., p. 492.

20. Ibid., p. 487.

21.Eliot, T.S,  The Waste Land, 1922. Incorporo una frase del primer manuscrito de Eliot, anterior a la intervención de Pound.

22.Apollinaire, Guillaume,  Les mamelles de Tirésias. Drame surréaliste, París, 1918.

23. Joyce, James, Ulysses, in fine.

Antoni Vicens

Esfíngeme, cabeza de chorlito

NODVS LXV, novembre de 2022

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